A través de la oscuridad, Juana de Arco
precedía a las llamas cabalgando.
Ninguna luna para su armadura.
Ningún hombre en su
humeante noche a su lado.
De la guerra estoy cansada ya.
Al trabajo de un tiempo volvería,
a un vestido de novia o algo de blanco
para esconder esta vocación mía
al triunfo y al llanto.
—Son palabras las tuyas que quería escuchar.
Te he espiado cada día cabalgar. Y,
escuchándote así, ahora sé qué quiero:
Vencer a una heroína tan fría,
abrazar de ello el orgullo.
—¿Y quién eres tú? —dijo ella
divirtiéndose con el juego—.
Quién eres tú que me hablas
así sin miramientos.
—Verdaderamente
estás hablando con el fuego.
Y amo tu soledad,
amo tu mirada.
—Y si tú eres el fuego,
enfríate un poco.
Tus manos ahora
van a sostener algo.
Y, callando, se le trepó dentro,
ofreciéndole su mejor modo
de ser esposa.
Y en lo profundo
de su corazón ardiente
él empezó a envolver
a Juana de Arco.
Y allí en lo alto
y delante de la gente,
él colgó las cenizas inútiles
de su vestido blanco.
Y fue desde lo profundo
de su corazón ardiente
que él tomo a Juana
y le dio en el blanco.
Y ella comprendió claramente
que si él era el fuego,
ella debía ser madera.